(Publicado el 28 de septiembre de 2004 en Excélsior)
“No te espantes porque actúas como bestia,
siempre has actuado igual y no te dabas cuenta.
Sacarías*
Cuando me enteré por la radio de lo que estaba ocurriendo en San Juan Ixtayoapan, Tláhuac, entré en una especie de duda; no daba crédito de que lo que escuchaba estuviera pasando en México, mucho menos en un lugar de la ciudad capital: “están siendo golpeados brutalmente, es un linchamiento, los queman vivos…” Luego, las imágenes dramáticas en la televisión; al día siguiente, las horrendas fotografías en la prensa; más tarde, análisis de las declaraciones hechas por políticos y líderes sociales, algunas de ellas catalogadas como estúpidas e irracionales; y las preguntas obligadas ¿se pudo haber evitado el doble asesinato? y, de ser el caso, ¿quién incurrió en tan graves omisiones o en tan imperdonables errores? Plantearé algunas ideas con el único ánimo de contribuir con un grano de arena a que el hecho dantesco vivido en Tláhuac, no vuelva a ocurrir en parte alguna de la República Mexicana. En primer lugar, es necesario señalar que el salvajismo del que todos pudimos ser testigos a través de los medios, no se trata de ningún uso o costumbre ni tiene nada que ver con la idiosincrasia del pueblo; se trató de cruentos asesinatos perpetrados por una turba incitada por delincuentes y encubierta por decenas de cómplices cobardes que nada hicieron ante las acciones criminales.
De manera reiterada, ha sido señalada la responsabilidad de los cuerpos policíacos tanto locales como federales, olvidándose el hecho de que la fuerza policíaca sirve para prevenir el delito, evidentemente, antes de que éste se cometa pues el monopolio de la fuerza que tiene el Estado para reprimir, castigar y obligar, sólo debe de emplearse como último recurso ante el fracaso de la política. Resulta entonces, de elemental lógica, que una vez fallida la acción preventiva del delito cargo de la policía, cuando ya se cometían un sinnúmero de delitos, entre ellos el de lesiones a tres personas, se debió intentar la “negociación” política para evitar el linchamiento.
La delegada en Tláhuac era quien tenía la gran responsabilidad de enfrentar la crisis, cosa que no hizo; sino que con un acto protagónico, ella sola rodeada de desconocidos para la comunidad se presentó ante la multitud enardecida, para luego retirarse sin haber logrado ningún acuerdo favorable. Otra cosa, muy otra, hubiese ocurrido si la delegada hubiera buscado el apoyo del Subdelegado de Zona, de aquel servidor público que realiza servicios comunitarios, del director de la primaria, de la secundaria, de los comerciantes, del párroco de la iglesia, de los líderes políticos y sociales, y con ese grupo y otros personajes respetados por la colectividad, hubiera encarado aquella horda para someter a los hijos de Marte, que provocaron el doble homicidio.
Sólo en última instancia, reitero y subrayo, es cuando debe entrar la policía o el ejército. Utilizar la fuerza pública antes de tiempo desgasta al Estado; utilizarla después, la hace ineficiente. Todo debe ser a tiempo, como bien decía el poeta Renato Leduc. Estamos ante un desgaste institucional y de valores. Miles de jóvenes en México se sienten desvinculados de la Patria, del desarrollo, de la cultura, de la sociedad, y de todo lo que la autoridad justifique; al no sentirse parte de la sociedad ni de su historia se sumarán a fuerzas caóticas. Un joven de dieciséis años fue captado por las cámaras de televisión pateando y golpeando a uno de los hoy occisos, este mozuelo criminal sin ninguna clase de remordimiento llegó a su casa como todos los días tarde y se echó a dormir plácidamente.
Estos lamentables hechos se repiten constantemente en la sociedad, no son particulares de una época, sino que son propios de de grupos primitivos e influenciables. En México, del año 2000 a la fecha, se han suscitado 26 intentos de linchamiento, dos con resultados de homicidio. El primero derivó de un accidente automovilístico en la delegación Iztapalapa, en el cual mataron a la persona que atropelló a dos adolescentes y no hubo detenidos; el segundo, es el ocurrido en Tláhuac.
¿Pero qué ocurrió en este lugar? El festín de la bestia inició; se organizó la ceremonia de la venganza con toda su parafernalia. Algunos reaccionaron activamente golpeando, escupiendo, insultando y calcinando al sometido sin el menor temor al castigo punitivo, al rechazo social o al remordimiento moral, como auténticos animales sólo disfrutando del dolor ajeno y con la única satisfacción de dar muerte.
Otros, cobardemente, sólo observaban con un interés malsano y una especie de atracción a lo desagradable, el morbo, sin pensar jamás en la víctima, ni en que pudiera tratarse de un ser querido o cercano.
Pero todos, activos y pasivos tendrán manchada su conciencia al haber cometido o permitido esa brutalidad, que sin lugar a dudas, no tendrá perdón. El mundo se enteró de tales acontecimientos calificándolos como el resultado de la anarquía, donde la autoridad ha sido incapaz de imponer la ley y ha permitido que la muchedumbre ejerza el mando con más crueldad que los tiranos, porque la tiranía de una multitud es una tiranía multiplicada.
*Seudónimo empleado por Jorge Gaviño Ambriz
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