(Publicado el 7 de diciembre de 2004 en Excélsior)
“Los muertos que vos matáis gozan de cabal salud”
“Don Juan Tenorio” de José Zorrilla*
19 de junio de 1867. Siete de la mañana. Cerro de las Campanas. Tres fusilados: un emperador y dos conservadores. Preparen, apunten, fuego… Sonó el estruendo de los rifles y cayeron inertes los tres cuerpos; todavía con el olor a pólvora, dos apresurados médicos certificaron la defunción y envolvieron con sudarios los cadáveres de quienes en vida llevaron los nombres de Maximiliano, Tomás Mejía y Miguel Miramón.
Por las prisas y confusiones, nadie había tomado las medidas de los condenados para hacer sus féretros de tablón corriente; no se percataron de la estatura del ex emperador, al cual le quedó chico el ataúd, le descollaban los pies. A partir de ese momento, inició una serie de vicisitudes relacionadas con el difunto, las cuales culminarían en noviembre del mismo año, cuando el cadáver fue embarcado al viejo continente.
El primer embalsamamiento de Maximiliano se realizó en el convento de las Capuchinas en Querétaro. Siete días tuvo el Dr. Vicente Licea para masacrar el cadáver imperial y comerciar con el linaje real; las damas de alta sociedad enviaban a su servidumbre con pañuelos para que este galeno los remojara con sangre de alcurnia, de estirpe y de nobleza; pero el tono no era azul, era rojo como el de la plebe.
Un tiempo después, el cuerpo del ex emperador fue colocado en un nuevo féretro imperial con la medida adecuada. Ya era septiembre.
Había que trasladarlo en carreta a la ciudad de México; en el recorrido, el cuerpo de Maximiliano sufrió dos volcaduras y en la última se precipitó a un regato, el agua traspasó la mortaja y el interfecto adquirió un color sombrío y tétrico, nada parecido a su estampa en vida.
Cerca de la Alameda Central, en el templo de San Andrés, ahora Museo Nacional de Arte, tuvo que realizarse una segunda momificación.
El cadáver fue celosamente custodiado, reposó desnudo sobre una mesa larga que, según se decía, perteneció al consejo de la Santa Inquisición. Corría el mes de octubre del 67, cerca de las doce de la noche, entraron al convento el Presidente Juárez en compañía de Sebastián Lerdo de Tejada. Don Benito observó el cuerpo con mirada impávida y en un acto insólito, lo midió con la mano derecha, de cabeza a pies comentando: “Era alto este hombre; pero no tenía buen cuerpo, tenía las piernas muy largas y desproporcionadas“; y añadió: “No tenía talento, porque aunque la frente parece espaciosa, es por la calvicie.” Imperturbable, miró durante media hora a quien en vida nunca quiso conocer.
Años más tarde, la ironía alcanzaría al cadáver de Juárez. El Benemérito de las Américas jamás pensó transcurrir su perpetuidad al lado de sus archienemigos, Miramón y Mejía, Los tres fueron sepultados en el mismo panteón, aunque en distintos momentos. San Fernando, en la capital de México, es el cementerio que alberga los restos de la familia Juárez Maza; vecinas, están dos fosas vacantes, una que perteneció al ex presidente más joven de México, Miguel Miramón, y la otra de su compañero de armas, Tomás Mejía. Y digo vacantes, puesto que las familias de los fusilados, consideraron inadecuado que estuvieran enterrados sus parientes al lado de su ejecutor. Hoy Juárez descansa en paz.
También el cadáver del Centauro del Norte tuvo que atravesar por diversos incidentes. El 6 de febrero de 1926, a pocos meses de haber sido enterrado el cuerpo de Villa, éste fue exhumado por una orden del jefe de la Guarnición de la Plaza en Parral, Coronel Francisco Durazo Ruiz, quien con gran ambición, quiso cobrar una recompensa de 50 mil dólares ofrecida en Estados Unidos por Doroteo Arango. Durazo ordenó que los restos del General Villa fueran desenterrados y que le llevaran la cabeza del prócer; abordó el primer tren del norte llevando ésta a manera de equipaje. Para su mala suerte, en los andenes de la estación de Jiménez, tuvo un encuentro imprevisto con el jefe de la zona militar de Chihuahua quien lo reprendió y le mandó deshacerse del cráneo. No sabiendo qué hacer con él, se le ocurre enterrarlo un su rancho “El Cairo”, ubicado entre Parral y Jiménez. ¿Anécdota?, ¿cuento?, ¿episodio?, ¿quién lo sabe?..., el caso sigue abierto.
Para evitar más profanaciones al esqueleto de Villa, el presidente municipal de Parral, cambió los restos del General de la fosa 623 a la 10, dentro del mismo panteón civil, informando de ello solamente la viuda y un amigo íntimo de Villa. Posteriormente, en la fosa 623 se enterró a una mujer de origen desconocido que falleció víctima del cáncer. 50 años más tarde, el Sr. Oscar W. Ching llegó al panteón de Parral con una orden presidencial para exhumar los restos de Francisco Villa y llevarlos al Monumento a la Revolución.
Al abrir la tumba 623, se encuentran con pedazos de seda negra, un botón de carey y un crucifijo que yacían junto a la osamenta. Ching y sus acompañantes llevaron un trozo de fémur y otro de sacro al notario público número uno, Vicente Jaramillo, para que diera fe del traslado y así cumplir su mandato presidencial, fungiendo como testigo el Dr. René Armendáriz, quien anunció a Ching, que los huesos pertenecían a una mujer no mayor de 35 años al morir. Aún así, tales restos fueron trasladados a la capital. Luego entonces, ¿quién está enterrado en el monumento a la Revolución? ¿Será la mujer desconocida?... Yo prefiero pensar que los héroes revolucionarios, entre enemigos y amigos, se encuentran reunidos en el monumento consagrado a sus memorias.
* José Zorrilla y Moral (1817-1893) Poeta y dramaturgo español. En 1844, publicó Don Juan Tenorio, un drama religioso-fantástico que constituye una de las dos principales materializaciones literarias en lengua española del mito de Don Juan.
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