(Publicado el 1 de noviembre de 2005. Excélsior)
“La muerte es una vida vivida.
La vida es una muerte que viene.”
Jorge Luis Borges*
Materialmente, la vida se sostiene con la muerte. La energía no se crea ni se destruye, sólo se transforma; los elementos químicos del cuerpo se ligan con la vida y se disgregan con la muerte. Casi todo se explica con el binomio asociación-putrefacción. ¿Qué hay más allá de la muerte?, ¿la nada?, ¿otra dimensión?, ¿un cielo e infierno dantesco?, ¿una escalera evolutiva? Desde que el hombre es hombre, el tema de la muerte le resulta un misterio. El hecho de que sea inevitable, ha dado lugar a múltiples teorías y explicaciones, sobretodo porque la única certeza que podemos tener, es que nos vamos a morir. Hacia dónde vamos, es un enigma que crea temor. Por eso, siempre se ha rendido culto a la muerte, un macabro esqueleto vestido de negro y empuñando una guadaña en pos de cortarnos la cabeza.
De acuerdo con las tradiciones precortesianas, los difuntos de expiración natural se encaminaban al Mictlán; quienes morían por motivos ligados al agua, iban al Tlalocan; en tanto que los guerreros extintos en batalla, los sacrificados y las mujeres que perdían la vida durante el parto, partían hacia el Tonacalli. Vida, destino y muerte, un ciclo que nuestros antepasados comprendían como un proceso natural, como parte de la existencia y de la supervivencia, sólo que la ruta en vida marcaría la meta en el deceso.
Más tarde, víctimas de la cruz de los conquistadores, nos desplazamos con solemnidad hacia el panteón, localizamos los lugares de sosiego de nuestros seres queridos, colocamos hermosas ofrendas sobre las tumbas y situamos los manjares que, en vida, fueron del agrado de nuestros difuntos, adornamos con flores naranjas de cempasúchil enmarcadas por las luces de numerosas velas, y entre alabanzas, rezos y cantos de las mujeres y niños, transcurrimos la noche remembrando los momentos cálidos, de aquellos que nos compartieron sus experiencias, mientras los niños piden “su calaverita”.
Ahora, ya nos alcanzó la tradición anglosajona del Halloween, los pequeños se disfrazan de espantos, momias y brujas, acuden de puerta en puerta a pedir su Halloween y nosotros les damos dulces, caramelos con sabor artificial y chicles Adams. Los dulces mexicanos son dejados de lado pues la mercadotecnia y la globalización de productos en los almacenes de prestigio influyeron para que en las grandes ciudades se prefiera lo anglosajón y se descuide lo mexicano.
Halloween significa “la víspera de los santos” y se festeja la noche del 31 de octubre. Se trata de una festividad celta que se celebraba encendiendo grandes fogatas y sacrificando caballos, e incluso algunos humanos, para ahuyentar a las brujas y a los espíritus malignos, pues se creía que en la noche de Samhain (el caballero de la muerte) los muertos regresaban del más allá y lanzaban hechizos si no veían satisfechas sus peticiones; de ahí, la tradición de “truco o trato” que utilizan ahora los niños cuando piden su Halloween.
Cuando los romanos invadieron a los celtas, impusieron también sus tradiciones. En Roma, los últimos días de octubre se celebraban “Las Fiestas de Pomona”, en honor de la diosa de los árboles frutales; no podían permitir los bárbaros recién conquistados ignoraran dichas festividades, por lo que se les ocurrió combinar la costumbre de los dominados y las suyas; así, se mezclaron las frutas con las brujas y tanto los malos espíritus como las manzanas formaron parte de las solemnidades.
Muchos años después, el cristianismo vio con desagrado la adoración al Samhain o a Pomona; sin embargo, para no perder devotos, ideó convertir esa fecha en una festividad cristiana. De esta forma, dedicaron un día a la celebración de los santos menores (1 de noviembre) y otro a la de todos los santos (2 de noviembre).
Durante la Edad Media, algunos bandoleros se aprovecharon de estas creencias atracando disfrazados de diablos y espantos, culpando a los malos espíritus de sus fechorías, de aquí la costumbre de los disfraces. La internacionalización de Halloween se produjo en los años 80 gracias a las múltiples series de televisión que importábamos y traducíamos para que los niños las vieran. Afortunadamente, en algunos lugares, seguimos las tradiciones de fi estas mexicanas, como en Michoacán o en Oaxaca, sitios famosos por su colorido y solemnidad durante los festejos del día de muertos.
Sería frustrante perder una tradición de siglos de ofrendas, de tono festivo, de pan y dulces típicos, de música y de respeto para los que en vida nos dieron su cariño. Mis amables lectores, los invito a poner una ofrenda en compañía de sus hijos, para que no dejen a un lado lo nuestro, lo mexicano.
*Jorge Luis Borges. Escritor argentino nacido en 1899, considerado uno de los autores más destacados de la literatura en español del siglo XX. Murió en Ginebra en 1986.
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