26/6/25

¿Y si los dioses ya no quieren sangre?

 ¿Y si los dioses ya no quieren sangre?


«Porque la vida de la carne está en la sangre.»

Levítico 17:11

La sangre ha sido, desde los albores de la humanidad, mucho más que un fluido vital: ha sido símbolo, pacto, misterio. Desde los sacrificios mesoamericanos hasta la eucaristía cristiana, la sangre representó la vida, el alma, el sacrificio y la trascendencia. Su derramamiento marcaba el límite entre lo sagrado y lo profano, entre lo vivo y lo muerto. Y, sin embargo, en pleno siglo XXI, la ciencia ha comenzado a disolver ese umbral milenario. En Japón, investigadores de la Universidad Médica de Nara han desarrollado un tipo de sangre artificial que podría cambiarlo todo: una combinación experimental de vesículas de hemoglobina —encapsuladas en membranas lipídicas— y plaquetas cultivadas en laboratorio, capaz de transportar oxígeno y detener hemorragias sin depender del grupo sanguíneo. Aunque aún en fase de pruebas preclínicas, su objetivo es revolucionario: crear un producto universal, estable durante años a temperatura ambiente, sin riesgo de infección ni rechazo inmunológico, y producido a partir de sangre caducada u otros medios biotecnológicos.

No estamos ante una mera innovación técnica: estamos frente a un giro cultural de dimensiones profundas. Durante siglos, la sangre fue el vehículo de lo invisible: se ofrecía a los dioses, sellaba alianzas, fundaba linajes. Era sustancia sagrada, intransferible, irrepetible. En la modernidad, el gesto de donar sangre —dar parte del propio cuerpo para salvar otro— condensó una ética del cuidado, un vínculo humano, tangible, entre extraños. ¿Qué ocurre cuando ese gesto es reemplazado por una sustancia sin identidad, sin cuerpo donante, sin memoria biológica? ¿Qué se pierde —y qué se gana— al pasar de lo sagrado a lo sintético? Quizá, más que una profanación, estemos presenciando una transfiguración: de sangre ofrecida como sacrificio a sangre diseñada como instrumento de vida. No para los dioses, sino para los vivos.

La sangre artificial japonesa —y otros proyectos similares en desarrollo— responden a un problema urgente y global: la escasez crónica de donantes, la corta vida útil de las reservas, los riesgos de incompatibilidad, y la falta de acceso en regiones aisladas o en contextos de guerra. Lejos de ser una aberración tecnocrática, se trata de un avance profundamente humanitario. No es ciencia por arrogancia, sino por compasión. Pero el hecho de que sea posible no debe hacernos olvidar su peso simbólico. Crear sangre en laboratorio no es fabricar otro medicamento: es intervenir en el corazón mismo de lo que entendemos por vida. Durante milenios, se creyó que la sangre no podía imitarse. Hoy, la imitación se vuelve acto de preservación. Y tal vez eso sea lo verdaderamente revolucionario: no fabricar sangre, sino salvar vidas sin pedirlas prestadas a otro cuerpo. Tal vez no estemos enterrando el símbolo, sino reinventándolo. Tal vez, en lugar de dividirnos por herencia o grupo, la nueva sangre nos una por necesidad compartida, por fragilidad común.

Cuando, dentro de algunos años, un paciente en una ambulancia o en un hospital de campaña reciba una transfusión sin donante, sin esperas, sin riesgo, tal vez debamos reescribir lo que significa “dar sangre”. Porque aunque esas vesículas no lleven nuestra genética ni nuestros recuerdos, sí transportan algo profundamente humano: el deseo de salvar, de cuidar, de vencer la muerte. La pregunta, entonces, no es si la sangre artificial traiciona nuestros símbolos, sino si acaso los honra desde otro lugar: el de la inteligencia al servicio de la compasión. En ese cruce entre biotecnología y mito, entre ciencia y rito, se abre un nuevo capítulo de nuestra especie. Y conviene leerlo no con miedo, sino con humildad.


Publicado en El Universal, 26 de junio 2025.

¿Vida que no vemos?

 



Publicado en La Crónica de Hoy, 24 de junio 2025.

Panahi y Oz: un diálogo imposible sobre la guerra

 Panahi y Oz: un diálogo imposible sobre la guerra


«En la paz, los hijos entierran a sus padres; en la guerra los padres entierran a sus hijos.»

Heródoto

La guerra entre Irán e Israel ha dejado de ser una amenaza para convertirse en un estruendo. Cohetes cruzan el cielo como maldiciones lanzadas entre dioses enojados. Los civiles, como siempre, son los primeros en pagar: niños sin escuela, madres sin casa, ancianos sin refugio. La propaganda se multiplica, los discursos se endurecen, las tumbas se llenan. Y, sin embargo, entre el ruido de los misiles y la sordera de los gobiernos, algunas voces insisten en hablar bajo. No para no ser escuchadas, sino para obligarnos a escuchar mejor.

En estos días que se parecen demasiado a una pesadilla vieja, me he sorprendido imaginando un diálogo imposible entre un muerto y un vivo: Amos Oz, el gran escritor israelí que murió en 2018, y Jafar Panahi, el cineasta iraní que sigue desafiando a su gobierno con películas hechas en secreto y con la verdad como único guion. Me los imagino sentados en el asiento trasero de un taxi —el de Taxi Teherán, por supuesto—, recorriendo una ciudad que no es Teherán ni Jerusalén, sino una urbe del alma, hecha de memoria, palabras y heridas compartidas.

Amos Oz toma la palabra primero:

—Escucha querido Jafar. El arte no puede detener una guerra. Pero puede recordarnos que matar a un hombre no es lo mismo que vencerlo. Los pueblos no se odian por naturaleza. Se les enseña a odiar. Se les entrena con mapas con fronteras extendidas, con sermones patrióticos, con libros que hablan del otro solo como amenaza. Y cuando ese odio madura, ya no se necesita argumento: basta con el miedo.

Panahi asiente, mirando por la ventanilla:

—En Irán nos dicen que ustedes son el enemigo. En tus calles, les dicen que nosotros lo somos. Pero ni tú ni yo hemos disparado un arma. Nosotros filmamos, escribimos, imaginamos. Es otra forma de resistencia. No más poderosa, quizás, pero sí más humana.

Oz, con la serenidad de quien ya lo ha dicho todo:

—Siempre creí que la paz no es una historia de amor. Es un compromiso entre extraños, una tregua entre cicatrices. La guerra es más fácil: es el atajo de los que prefieren el fuego a la palabra.

Panahi, con la voz entrecortada:

—Hoy firmé una carta junto las Nobel de la Paz Narges Mohammadi y Shirin Ebadi. Pedimos el fin inmediato de esta guerra absurda. Pero es como gritar en medio de una explosión. No escuchan. No quieren escuchar.

Oz responde con dulzura feroz:

—Entonces escribe más fuerte. Filma más despacio. Haz que el silencio pese más que el ruido. Yo no puedo escribir más, pero tú sigues aquí. Y eso ya es una victoria.

Me detengo en esta imagen. El taxi sigue avanzando. Las calles están vacías, como si la humanidad entera se hubiera escondido. Pero dentro del vehículo, dos hombres que no se conocieron en vida conversan como viejos amigos. No coinciden en todo. No lo necesitan. Basta con que compartan algo: el dolor de ver a sus pueblos devorándose así mismos, y la terquedad de seguir creyendo en la belleza. Este diálogo nunca ocurrió. Pero ojalá ocurriera. Ojalá algún joven israelí leyera a Oz con los ojos limpios, y algún joven iraní viera a Panahi con el corazón abierto. Ojalá entendieran que la guerra no es una fatalidad: es una decisión. Y que la paz no es un milagro: es una construcción.

Mientras Irán e Israel se lanzan amenazas envueltas en fuego, mientras padres entierran a sus hijos y los gobiernos escriben comunicados sin lágrimas, el arte sigue haciendo preguntas que el poder no puede responder. Tal vez un día, ese taxi que ahora solo existe en la imaginación, recorra calles verdaderas. Tal vez un director y un novelista —o sus herederos— se encuentren de verdad y digan lo que tantos callan: que nadie tiene el monopolio del sufrimiento, que ninguna victoria justifica una tumba, que ningún muro resiste ante una historia bien contada. Hasta entonces, sigamos escribiendo. Sigamos filmando. Sigamos hablando con los muertos, si los vivos ya no quieren escucharse.


Publicado en El Universal, 19 de junio de 2025.

La cumbre del G7 y la nueva voz mexicana: Claudia Sheinbaum irrumpe en el tablero global

 

La cumbre del G7 y la nueva voz mexicana: Claudia Sheinbaum irrumpe en el tablero global




En un mundo crispado por guerras, nacionalismos que han revivido y una economía en tensión, la presencia de México en la cumbre del G7 —celebrada en Kananaskis, Canadá— no es un gesto ceremonial, sino una declaración geopolítica. Por primera vez desde el 2003, una representación mexicana acude a este foro de las democracias industrializadas. La Dr. Claudia Sheinbaum llega como una figura consolidada de una región bisagra, entre el vértigo estadounidense y la resistencia latinoamericana. Y lo hace en medio de un reordenamiento mundial marcado por tres tensiones principales: la guerra, el comercio y la migración.

La presidenta de México ha llegado a Kananaskis, con tres objetivos: frenar los intentos de criminalizar a los migrantes, rechazar nuevos aranceles o impuestos a las remesas, y posicionar a México como mediador entre el conflicto y el diálogo. Semanas atrás mencionó: «Vamos a defender a los mexicanos, aquí y en el extranjero», en respuesta a las redadas masivas que se han intensificado en ciudades de Estados Unidos como Chicago, Los Ángeles y Nueva York. Esta afirmación no fue menor: en tiempos donde las campañas políticas usan a la migración como arma retórica, son declaradas franjas fronterizas como zonas militares y se pretende imponer un impuesto del 3.5% a las remesas mexicanas, la defensa de los derechos de los connacionales no es únicamente un acto diplomático, sino un principio moral.

Respecto a las remesas la cifra es contundente: en 2024, los migrantes enviaron a México más 64 mil millones de dólares en remesas. Gravar ese flujo no solo pondría en jaque a millones de familias mexicanas —más de cuatro millones de hogares dependen de esos envíos—, sino que fracturaría uno de los pocos vínculos de integración económica realmente incluyentes entre ambos países. Por tal motivo, la Dra. Sheinbaum, sin estridencias, pero con claridad, ha venido advirtiendo que México no aceptará ningún impuesto sobre las remesas y que cualquier intento en ese sentido será respondido con firmeza.

Quizá, la mayor aportación de México en esta cumbre no sea económica, sino ética. Mientras los países del G7 debaten sobre los costos de la guerra —Ucrania, Gaza, Taiwán—, la Dra. Sheinbaum ha reiterado la necesidad de que México mantenga una política de paz activa. «México es un país de paz, y lo seguirá siendo». Su presencia en Canadá ofrece una rareza en el escenario internacional: una jefa de Estado que, en vez de alinearse con bloques armados, propone desescalar, construir puentes y recordar que los conflictos no se resuelven solo con más municiones. Esa visión —que puede parecer ingenua ante los realistas— es, sin embargo, la que ha guiado durante décadas a la diplomacia mexicana, desde el Principio Estrada hasta los tiempos recientes de mediación humanitaria.

La presidenta de México no es ajena al juego de poder, pero tampoco pretende ser una pieza más. Su paso por el G7 no se reduce a una foto grupal ni a discursos genéricos: representa la irrupción de una narrativa distinta, que no subordina los intereses nacionales ni se resigna al papel de actor secundario. La pregunta no es si México está a la altura del G7, sino si el G7 está dispuesto a escuchar a México.

En un mundo donde sobran las cumbres, pero escasean las soluciones, la intervención de México en Canadá puede marcar una diferencia. Porque en tiempos de muros, impuestos y guerras, defender la paz, el comercio justo y la humanidad del migrante no es ingenuidad: es política en su forma más necesaria. Y quizá por eso, en estos días, la voz de la presidenta Sheinbaum resuene con una legitimidad difícil de ignorar.


Publicado en La Crónica de Hoy, 17 de junio 2025.



Palabras contra muros: la protesta y su espejo

 

Palabras contra muros: la protesta y su espejo


«El exiliado mira hacia el pasado, lamiéndose las heridas; el inmigrante mira hacia el futuro, dispuesto a aprovechar las oportunidades a su alcance.»

Isabel Allende


La ciudad de Los Ángeles ha vuelto a ser, como tantas veces en su historia, el espejo convulso donde se proyectan los miedos y las contradicciones de un país. Esta vez, el epicentro fue el este de la ciudad, corazón migrante, donde la identidad mexicana no es nostalgia sino cotidianidad. Ahí estallaron protestas tras redadas masivas ordenadas por la administración Trump; redadas que no distinguieron entre trabajadores documentados e indocumentados, entre padres de familia y estudiantes, sino que barrieron con la fuerza de una política que concibe al migrante como amenaza.

El toque de queda decretado por la alcaldesa Karen Bass —en un radio reducido, pero simbólicamente devastador— intenta contener no solo la violencia eventual de algunos grupos, sino la indignación legítima de miles que sienten que se ha cruzado una línea. La imagen de marines patrullando las calles de una ciudad donde residen millones de latinos no es solo alarmante, es una interpelación directa al modelo democrático que Estados Unidos dice defender.

En este escenario, la voz de la presidenta de México, Claudia Sheinbaum, ha resonado: una frase dicha semanas atrás —«nos vamos a movilizar»—fue interpretada por la secretaria de Seguridad Nacional de EE. UU., Kristi Noem confundió movilización con insurrección, palabras y conceptos que en cierta medida pudieran ser antagónicos. La Dra. Sheinbaum respondió de inmediato: «es absolutamente falso; siempre hemos condenado la violencia».

La frase fue emitida en el contexto de una amenaza de gravar las remesas que los migrantes mexicanos envían. Ella hablaba de una movilización diplomática, solidaria y sin violencia, no de disturbios callejeros. Pero en política, las palabras son a menudo armas que otros disparan. Lo que está en juego no es un malentendido menor, sino el derecho de un país a defender a sus hijos en el extranjero sin ser acusado de subversión. Porque el migrante mexicano, ese que vive, trabaja y resiste no es un invasor: es parte del tejido social estadounidense. Si la protesta se ha desbordado es porque

se ha asfixiado durante demasiado tiempo el reclamo, ahora se han sumado otras ciudades de Estados Unidos a las protestas: Nueva York, Boston, Chicago, San Francisco, Denver y Seattle, pero es muy probable que luego de que sea publicado este artículo otras urbes se sumen a las protestas.

Como escribió Octavio Paz, «la libertad no necesita alas, lo que necesita es echar raíces». Y es eso lo que reclaman estos hombres y mujeres: el derecho a echar raíces sin ser perseguidos, a protestar sin ser criminalizados. Frente a la militarización del descontento, México ha respondido con firmeza, pero también con mesura. La presidenta Sheinbaum condenó la violencia, exigiendo respeto a los derechos humanos y ha defendido a los migrantes como parte esencial de la economía y de la dignidad compartida. Esta no es una defensa nacionalista, sino humanista.

Y ahí es donde el episodio adquiere otra dimensión: lo que se debate no es solo la política migratoria de Estados Unidos, sino su modelo de convivencia. Cuando se prohíbe caminar por una calle después de las ocho de la noche, cuando se detiene a quien alza la voz o a quien lleva una bandera extranjera en la mano, el discurso de libertad se vacía de sentido. El verdadero orden no se impone con fusiles, sino con justicia. Y en esa justicia debe caber el migrante, el distinto, el otro. Porque lo otro, decía Paz, no es lo contrario de lo mismo, sino lo que lo enriquece.

Esta crisis es, también, una oportunidad para repensar lo que une a México y Estados Unidos más allá de sus gobiernos: una historia entrelazada, millones de familias biculturales, una economía que se sostiene en la movilidad humana. Migrar no es un delito, es un acto tan antiguo como la historia. Criminalizarlo es negarse a ver el rostro humano del mundo moderno.

En ese sentido, el llamado de México no es a la confrontación, sino a la reflexión. Es una invitación a que el poderoso mire sin arrogancia a quienes construyen su país desde abajo. Porque lo que ha estallado en Los Ángeles no es solo una protesta: es el eco de siglos de desigualdad, de fronteras que se imponen sobre los cuerpos, pero no sobre los sueños. Y si hoy el este de Los Ángeles es vigilado por soldados, también está habitado por la dignidad de quienes se niegan a ser invisibles.

Que no se olvide: allí donde alguien alza una bandera para pedir justicia, lo que flamea no es un símbolo de discordia, sino la memoria de todos los que han caminado sin papeles, pero con esperanza. Y esa esperanza, aunque hoy esté cercada, es más antigua y más profunda que cualquier decreto de toque de queda.

Publicado en El Universal, 12 de junio 2025.

Escuchar con los ojos: el alma en las manos

 

Escuchar con los ojos: el alma en las manos



«No hay límites cuando las manos hablan lo que el corazón siente.»

Oliver Sacks

Cada 10 de junio, México celebra algo más que una fecha: celebra una forma distinta —y poderosa— de decir «aquí estoy». El Día Nacional de la Lengua de Señas Mexicana (LSM) no conmemora un invento, ni un decreto. Celebra una resistencia. Celebra una lengua que nació en el silencio impuesto, pero nunca calló. Porque la lengua de señas no es un código. Es una patria. Una lengua tan completa, tan viva, tan rica como cualquiera. Pero con una diferencia luminosa: no entra por los oídos, sino por los ojos. No se pronuncia con la lengua, sino con el cuerpo entero. Es una coreografía cotidiana donde las manos cuentan historias, hacen preguntas, gritan rabia o susurran amor.

Durante décadas, a miles de personas sordas se les exigía leer los labios, vocalizar, imitar. Se pensaba —erróneamente— que aprender señas era rendirse. Que se tenía que intentar comunicarse como los oyentes, que expresarse con libertad. La lengua que les pertenecía fue marginada, negada, prohibida. Pero la historia no se rinde. En 1866, bajo el gobierno de Benito Juárez, se fundó la primera Escuela Nacional para Sordomudos. Aunque seguía el modelo oralista, fue un primer paso. Pasaron más de cien años para que esa lengua silenciada fuera reconocida por la ley. Solo en 2005, la Lengua de Señas Mexicana fue declarada oficialmente lengua nacional y patrimonio lingüístico de nuestro país. Desde entonces, sus signos comenzaron a entrar —con dignidad— en las escuelas, en la televisión, en los espacios públicos. Pero el cambio más hondo no ocurre en las leyes, sino en las miradas. Ocurre cuando un niño sordo puede entender a su maestra sin miedo. Cuando una madre puede hablar con su hija sin que nadie traduzca el amor. Cuando alguien, por primera vez, escucha con los ojos.

Hoy, más de 300 mil personas usan la LSM todos los días. Y no solo para pedir ayuda o dar las gracias. También para hacer poesía, teatro, cine, TikToks. También para enamorarse. También para reírse a carcajadas. Porque no hay sonido que valga más que una vida bien dicha. Pero aún hay barreras. En muchos hospitales no hay intérpretes. En tribunales, en escuelas, en oficinas públicas… todavía se exige leer labios, todavía se castiga el gesto, todavía se discrimina el silencio. Por eso no basta con celebrar. Hay que comprometernos: formar más intérpretes, incluir la LSM como asignatura escolar, traducir el país entero a manos abiertas. Y sí, hay esperanza. En plataformas como TikTok o YouTube, jóvenes sordos están contando su mundo sin pedir permiso. Están enseñando que la lengua no necesita sonido para ser poderosa. Están demostrando que las manos también sueñan.

Celebrar este día es eso: recordar que la lengua de señas no es una herramienta de inclusión. Es una forma completa, compleja y hermosa de habitar el mundo. Es una prueba viva de que el silencio no es ausencia: es otra forma de presencia. Porque cuando las manos hablan, el alma se vuelve visible.


Publicado en La Crónica de Hoy, 10 de junio 2025.

5 de junio: la Tierra no se celebra, se defiende

5 de junio: la Tierra no se celebra, se defiende 



«Lo que le ocurra a la tierra les ocurrirá a los hijos de la tierra.»

Jefe Seattle, 1854


Cada año, el 5 de junio se conmemora el Día Mundial del Medio Ambiente, y cada año abundan los discursos huecos, los árboles plantados para la foto y promesas que se marchitan antes que las hojas. Pero la Tierra ya no necesita aplausos. Necesita auxilio. Estamos frente a una emergencia climática y ecológica sin precedentes. El planeta se recalienta. Los glaciares desaparecen. El aire se envenena. Los océanos se plastifican. Según el Índice Planeta Vivo 2024 del Fondo Mundial para la Naturaleza, las poblaciones globales de vertebrados silvestres (mamíferos, aves, reptiles, anfibios y peces) han caído en promedio un 73% desde 1970. En agua dulce, el desplome es aún más alarmante: 85% de reducción. Al mismo tiempo, el 40% de las especies de insectos están en declive y un tercio están amenazadas de extinción, con tasas de desaparición hasta ocho veces mayores que en aves o mamíferos. La pérdida de biodiversidad ya es considerada una crisis ambiental global. Y sin embargo, la indiferencia persiste. Hemos normalizado el colapso. Lo vemos en cifras, pero no lo sentimos en la piel. Por eso conmueven voces como la de Greta Thunberg, una adolescente que decidió dejar de ir a clases para pedir que el mundo no se apague. Por eso conmueve la mirada serena de David Attenborough, quien, después de haber recorrido el planeta durante casi un siglo, hoy nos suplica: “La naturaleza ya no puede más. Y nosotros tampoco.” La Tierra no habla en palabras, pero se está expresando. Nos lo dice en cada tormenta desbordada, en cada niño que respira esmog, en cada pez muerto por petróleo, en cada bosque devorado por el fuego.

Desde 1990, hemos deforestado 420 millones de hectáreas de bosque. Tan solo en 2024, se han perdido 6.7 millones de hectáreas de selva tropical primaria, impulsadas por incendios, sequías y la expansión agrícola. El equilibrio climático, hídrico y biológico está en peligro real. México no es excepción. Según el Atlas de Riesgo Hídrico del World Resources Institute, para 2030, 14 estados del país enfrentarán agotamiento extremo de agua, con un déficit superior al 80% del recurso

disponible. La Ciudad de México podría llegar a un punto crítico antes de 2028 si no se cambia el modelo de consumo y se detienen las fugas. Estamos convirtiendo el agua en un recuerdo.

Este 5 de junio no es un día de celebración. Es una fecha para asumir responsabilidad. Para dejar de hablar de “medio ambiente” como si estuviera lejos. No hay justicia social sin justicia ecológica. No hay salud sin aire limpio. No hay futuro si seguimos actuando como si el planeta fuera descartable. Pero la Tierra aún resiste. En medio del asfalto, una flor brota. En territorios arrasados, la vida intenta volver. Aún hay niñas que plantan árboles sin saber si vivirán para verlos crecer. Aún hay sabios que nos narran el dolor del planeta como una plegaria. Aún hay tiempo. Aunque ya no mucho.

Está en nuestras manos decidir si este será otro año de indiferencia… o el punto de inflexión. La Tierra no necesita monumentos. Necesita que la cuidemos.


Publicado en El Universal, 5 de junio 2025.

El Papa que se interpuso entre las bombas

 

El Papa que se interpuso entre las bombas

Papa Francisco


Esta mañana, mientras leía las noticias, los ojos se me nublaron. Gaza arde otra vez. Desde Rafah hasta Jan Yunis, los bombardeos no cesan. Más de 36 mil muertos. Miles de ellos niños. Hospitales reducidos a polvo. Familias atrapadas bajo los escombros… el mundo, como tantas veces, permanece mudo. Pero entre el ruido de la guerra, una voz se alza con timidez: la del Papa León XIV. Quien ha dicho: «¡que se detenga el fuego, se detenga, por favor! Que haya espacio para la ayuda humanitaria y que se liberen a los rehenes.» La guerra es una derrota. Toda guerra es una derrota. Cerré los ojos un instante. Tal vez fue el cansancio. Tal vez el alma buscando consuelo. Me quedé dormido. Y entonces lo soñé.

Soñé que León XIV volvía a aparecer en cadena mundial. Su rostro era el mismo: sereno, pero endurecido por la compasión. Y su voz, más firme que nunca: —He pedido, he suplicado, he clamado por la paz. Hoy abandono el Vaticano. Viajo a Gaza. Me colocaré entre las bombas y los niños como escudo humano. Si quieren sangre, que tomen la mía. Pero no una gota más de los inocentes… con los niños no. Lo seguían tres miembros de la Guardia Suiza. Él no quería que lo acompañaran, pero ellos insistieron: —Si usted va como escudo humano —dijeron—, nosotros también.

En el sueño, su decisión se propagaba como un relámpago espiritual. Las iglesias de Oriente y Occidente paulatinamente se unían. Patriarcas, imanes, rabinos, monjes budistas, pastores, agnósticos, ateos y hasta masones de diferentes ritos firmaban un manifiesto conjunto: «Ninguna divinidad puede justificar una masacre.» León XIV caminaba por los escombros de Rafah con la estola blanca y la cruz desnuda. A cada paso, las armas callaban. Los drones se detenían en el aire. Hasta el sol parecía bajar la mirada. Un anciano lo tocó y lloró. Una niña se aferró a su sotana. Un soldado bajó el fusil. Israel intentaba detenerlo. Estados Unidos rogaba por su seguridad. La ONU exigía una tregua. Y los pueblos —oh, los pueblos— salían a las calles: creyentes, ateos, jóvenes, ancianos, todos, de todas partes. Porque, por fin, alguien se había interpuesto entre el horror y la esperanza. El mundo contenía el aliento.

Y entonces desperté, con el corazón acelerado. Volví a mirar las noticias. Gaza seguía entre bombas. Pero ahí estaba, todavía, la voz del Papa, como una llama que se niega a extinguirse. No había partido rumbo a Palestina, no había abandonado la comodidad del Vaticano, el Papa seguía realizando su oficio entre oro laminado, con lujos exorbitantes, viendo las noticias, leyendo los acontecimientos diarios del mundo, Gaza sigue ardiendo. No se había interpuesto físicamente. Pero su palabra seguía resonando, como si el mundo entero estuviera aún a tiempo de despertar. No es ficción que un Papa levante la voz. Pero todavía soñamos con uno que se atreva a caminar entre las bombas.


Publicado en la Crónica de Hoy, 3 de junio 2025.

2/6/25

Estudiantes no deseados: la nueva frontera del miedo

 

Estudiantes no deseados: la nueva frontera del miedo

 

«La educación genera confianza. La confianza genera esperanza. La esperanza genera paz.»

Confucio

 

En la antigua Grecia, se cuenta que un joven extranjero llamado Anaxágoras llegó a Atenas para estudiar con Pericles. Algunos atenienses lo miraban con recelo por ser jonio, pero Pericles lo defendió: «El saber no tiene patria; el pensamiento es el único ciudadano del mundo». Hoy, más de dos milenios después, Estados Unidos parece haber olvidado esa lección. Un artículo reciente de la BBC expone cómo ciertos sectores políticos estadounidenses quieren restringir la entrada de estudiantes extranjeros, especialmente aquellos provenientes de naciones como China, India o incluso México, alegando motivos de seguridad nacional o protección del empleo local. En el último año académico 2023/24, por ejemplo, más de 1.126.000 estudiantes internacionales eligieron universidades norteamericanas, procedentes de más de 210 países, lo que supone un récord histórico. Ese contingente representa alrededor del 6% de todos los alumnos universitarios en EE. UU.

El argumento, aunque envuelto en banderas, esconde un miedo más profundo: el temor al otro, al que piensa distinto, al que compite y sobresale. Lo que antes era orgullo —atraer a los mejores cerebros del mundo— hoy se convierte en sospecha. Ahora se pretende evaluar no solo los antecedentes académicos o financieros de los estudiantes, sino también su actividad en línea, buscando indicios de radicalización, posturas políticas o cualquier contenido que consideren sospechoso. Esta política ha generado preocupación entre organismos internacionales y defensores de los derechos humanos, pues podría abrir la puerta a criterios arbitrarios o discriminatorios, además de obstaculizar el acceso a la educación para miles de jóvenes de todo el mundo.

Y sin embargo, los datos son claros: más del 20% de las startups (empresas emergentes) más exitosas del país fueron fundadas por exalumnos extranjeros. Cerca del 70% de los estudiantes internacionales de posgrado a tiempo completo en campos como ingeniería eléctrica y ciencias de la computación son extranjeros, lo que subraya su papel crucial en la innovación tecnológica y científica. Su presencia respaldó más de 378,000 empleos, beneficiando tanto a las instituciones educativas como a las economías locales.

Cerrarles la puerta a estos jóvenes es dispararse en el pie del futuro. La educación, como el arte y la ciencia, no puede florecer entre muros. Cada vez que un país levanta barreras al conocimiento, retrocede en su evolución. No es casual que regímenes autoritarios hayan perseguido bibliotecas, prohibido libros o expulsando académicos. Lo que ocurre hoy en Estados Unidos no es sólo una discusión migratoria. Es una batalla simbólica por el alma de la educación global. ¿Formaremos una juventud que dialogue o una que se repliegue en trincheras identitarias?

La historia nos da una pista. Cuando el emperador romano Adriano, amante de la filosofía y de los saberes orientales, protegió a sabios griegos y egipcios, no lo hizo por debilidad, sino porque sabía que el conocimiento no amenaza: enriquece. Hoy, haríamos bien en recordar que los muros protegen de poco y que el pensamiento libre, aunque incómodo, siempre ha sido el motor del progreso. Si Estados Unidos se convierte en un país que teme a sus propios estudiantes, quizá no está en peligro su seguridad… sino su grandeza.


Publicado en El Universal, 29 de mayo 2025.

 

Donde ya no hay palabras, queda la imagen: Salgado, Iturbide y la fotografía como conciencia del planeta

 

Donde ya no hay palabras, queda la imagen: Salgado, Iturbide y la fotografía como conciencia del planeta

 

«Fotografiar es colocar la cabeza, el ojo y el corazón en un mismo eje.» 

Henri Cartier-Bresson

 

En tiempos de desaparición ecológica, rostros invisibles y verdades negadas, la fotografía no solo registra lo que fue, sino lo que no debería volver a repetirse. El legado de Sebastião Salgado y el reconocimiento a Graciela Iturbide nos recuerdan que, cuando la palabra calla, la imagen grita. Resuena una frase del novelista mexicano Salvador Elizondo: «Toda fotografía es un certificado de presencia». Es decir, cada imagen refrenda que algo —un paisaje, un rostro, un instante— efectivamente existió. Esa idea adquiere hoy un valor urgente. Ya no se trata solo de recordar: se trata de no olvidar lo que estamos perdiendo.

Salgado (1944–2025) captó con su cámara no solo el dolor de las crisis humanitarias, sino también el esplendor amenazado de la Tierra. Desde la hambruna en Etiopía hasta la desolación en los campos de migrantes, sus imágenes en blanco y negro no buscaban conmover desde el morbo, sino despertar una compasión activa. Cada clic suyo era una advertencia. Tomemos su famosa imagen en la mina de Serra Pelada: cientos de hombres como hormigas, cargando costales de tierra. Una escena que parece del siglo XIX, pero ocurrió en pleno siglo XX. En su lente, el trabajo extenuante se vuelve testimonio de la esclavitud moderna. Pero Salgado no se detuvo en la denuncia. Con su esposa Lélia creó el Instituto Terra, una iniciativa que ha reforestado zonas devastadas de Brasil con millones de árboles. La fotografía lo llevó de la imagen a la acción, del dolor a la siembra. En él la estética se volvió ética.

En paralelo, Graciela Iturbide (CDMX, 1942) ha sido galardonada el día que murió Salgado con el Premio Princesa de Asturias de las Artes. Su obra retrata a mujeres zapotecas, rituales indígenas, escenas de frontera. “Nuestra Señora de las Iguanas” es más que una foto: es un manifiesto visual de la dignidad indígena. Sus imágenes, a diferencia de los titulares, no explican, pero conmueven. Ella no dispara la cámara: la ofrece. Y en esa complicidad con lo fotografiado, el mundo se vuelve visible con otra luz. Ambos artistas nos recuerdan que la fotografía no es una técnica, sino una forma de mirar el mundo con responsabilidad. Una buena imagen no embellece lo feo: lo revela. No adorna la tragedia: la enuncia. La cámara, bien utilizada, es una herramienta de justicia.

Hoy, más que nunca, necesitamos esa mirada ética. Porque el planeta está muriendo a una velocidad que ya no podemos negar. La cámara ha registrado selvas que ya no existen, ríos que se secaron, animales que ya no están. En los archivos fotográficos hay retratos del último rinoceronte blanco, del último glaciar intacto, del último vuelo libre. La fotografía se ha vuelto también la tumba de lo que no supimos proteger. Por eso, en un tiempo de químicos eternos, de microplásticos en la sangre y de industrias que ocultan su veneno, la fotografía auténtica nos obliga a ver lo invisible. A detenernos. A implicarnos. Porque no hay imagen inocente: toda imagen propone una forma de habitar el mundo.

Sin embargo, no todo es pérdida. Las fotos de Salgado en la Amazonía restaurada son prueba de que un clic puede sembrar conciencia. Las imágenes de Iturbide son constancia de culturas que resisten. Cuando la política calla o la ciencia se politiza, la fotografía habla claro. No sustituye a la palabra: la amplifica.

En tiempos donde la prisa arrasa, la fotografía fija. Donde reina la indiferencia, la fotografía interpela. Donde ya no hay palabras, queda la imagen. Y en ella, todavía, la posibilidad de un mundo más justo, más digno, más vivo.

 

Publicado en La Crónica de Hoy, 27 de mayo 2025.