26/11/25

Volver los ojos al campo

 Volver los ojos al campo


«El futuro de las naciones depende de cómo alimenten a sus hijos.»

Alexis Carrel


El conflicto agrícola que enfrenta México ha llegado a un punto decisivo. La presidenta Claudia Sheinbaum presentó una propuesta integral para atenderlo, con respaldo financiero y una visión de largo plazo. Si bien la situación en el campo no es nueva, ha evolucionado hasta convertirse en un desafío que requiere atención prioritaria para preservar la estabilidad productiva y social del país.


Los productores exigen una reasignación presupuestal de 35 mil millones de pesos y un precio mínimo de siete mil doscientos pesos por tonelada de maíz. Frente a una propuesta inicial de 13 mil 500 millones, la diferencia revela el rezago acumulado. Según el Grupo Consultor de Mercados Agrícolas, los costos de producción han aumentado más de 46 % en cinco años, mientras que los precios internacionales del maíz, el trigo y la soya han caído hasta la mitad desde 2022. El resultado ha sido un colapso de la rentabilidad: en el maíz blanco, el margen promedio nacional cayó de más del 50 % a apenas 12 %. Situaciones similares amenazan a productores que abastecen más del 60 % del mercado nacional.


Resolver el conflicto exige más que subsidios: demanda una política agroalimentaria de Estado que reconcilie productividad con equidad y siente las bases de una verdadera soberanía alimentaria. Según la FAO, ésta solo se alcanza cuando un país produce al menos el 75 % de lo que consume.


Hace unos días, tras bloqueos y protestas en estados como Guanajuato, Jalisco y Michoacán, Julio Berdegué Sacristán, secretario de Agricultura y Desarrollo Rural, con la atinada intervención de la secretaria de Gobernación, Rosa Icela Rodríguez, alcanzó un acuerdo con los productores. Se estableció un precio de garantía de 6 mil 50 pesos por tonelada de maíz blanco, más un apoyo extraordinario de 950 pesos (800 federales y 150 estatales), aplicable a productores con hasta 20 hectáreas y 200 toneladas por ciclo. Además, se habilitarán créditos con tasa anual del 8.5 % y seguros agropecuarios que cubrirán sequías, inundaciones o plagas.


También se creará el Sistema Mexicano de Ordenamiento de Mercado y Comercialización del Maíz para dar certidumbre a la cadena. Aunque el precio final está por debajo de la demanda inicial de 7 mil 200 pesos, representa un avance frente al mercado internacional, que ronda los 3 mil 400 pesos por tonelada.


En muchos hogares —también en México— el hambre y la obesidad conviven: quien un día no come lo suficiente, al siguiente solo puede pagar alimentos ultraprocesados. El escritor Michael Pollan llamó a esto el “dilema del omnívoro”: una confusión moderna ante la abundancia que nos ha hecho olvidar de dónde viene lo que comemos. El maíz, base de la civilización mesoamericana, se ha convertido en materia prima global, símbolo de una desconexión entre la tierra y la mesa, entre la política agrícola y el consumidor.


Revertir esa lógica exige una visión integral. No se trata solo de producir más, sino de producir con sentido y sostenibilidad. Se requieren inversiones públicas, protección del suelo, apoyos que devuelvan certidumbre al productor y cadenas de comercialización transparentes.


El conflicto en el agro mexicano aún no ha llegado a su fin. En distintas regiones del país, incluidas la Ciudad de México y su zona metropolitana, persisten manifestaciones y bloqueos impulsados por agricultores que no comparten los términos del acuerdo gubernamental. La soberanía alimentaria no se impone desde un decreto: se cultiva con diálogo, justicia y compromiso. El hambre del pueblo es la más dura forma de dependencia; por ello, es momento de volver la mirada al campo, de reconciliar la política con la tierra y de sembrar, juntos, las bases de un México verdaderamente soberano.


Publicado en La Crónica de Hoy,  4 de noviembre 2025

Altares Digitales

 Altares Digitales

 

«La muerte es el espejo del que la vida se mira.»

Octavio Paz

 

 En estos días en que los mexicanos celebramos la muerte para afirmar la vida, pienso en cómo las ofrendas se han ido transformando con nosotros. Nacieron en los patios de tierra y los altares domésticos, bajo la mirada de los abuelos, entre velas, frutas, pan y retratos. Pero hoy, las ofrendas se reproducen en lugares insospechados. Ya no están solo sobre una mesa con mantel bordado y flores de cempasúchil; también viven en pantallas que se encienden a cualquier hora, en mensajes que alguien deja en una red social, en fotografías que circulan sin descanso. No lo veo como una pérdida, sino como una mutación necesaria. Los ritos siempre se han adaptado a los tiempos, y la tecnología, lejos de destruir lo sagrado, lo traduce. Lo que antes era papel picado suspendido en el aire ahora es una imagen animada; lo que era humo de copal es una nube de datos que circula por servidores invisibles. Pero el gesto es el mismo: ofrecer algo de nosotros para mantener viva la memoria. La forma cambia, el sentido permanece. En el fondo, seguimos construyendo puentes entre los vivos y los muertos, aunque ahora esos puentes se tracen con señales de Wi-Fi en lugar de con veladoras.

Pienso en la pandemia, cuando las calles estaban vacías y los altares se encendían a través de las pantallas. Vi entonces a familias completas reunidas por videollamada para recordar a sus muertos. En lugar de colocar una foto en papel, compartían imágenes desde sus teléfonos; en vez de cantar, enviaban audios; y donde antes se ofrecían alimentos, ahora se compartían recetas y recuerdos en línea. Fue un momento en que el rito demostró su flexibilidad y su poder: aun sin tocarnos, seguimos encontrando maneras de reunirnos alrededor de la ausencia.

He visitado páginas conmemorativas donde los muertos conservan su perfil y su voz. En Facebook hay cuentas que se convierten en memoriales: espacios donde los vivos dejan mensajes de cumpleaños, agradecimientos o confesiones. En YouTube, algunos familiares mantienen abiertos los canales de quienes ya partieron; en TikTok, jóvenes suben videos en homenaje a sus padres o abuelos. He visto esas publicaciones y he sentido la misma emoción que ante un altar físico. Tal vez porque, más allá del medio, lo que nos conmueve es la intención de recordar.

No niego que haya algo inquietante en esta nueva forma de presencia. Los muertos ya no descansan del todo. Sus rostros aparecen en los algoritmos, sus voces se reproducen con inteligencia artificial, sus nombres siguen circulando como si estuvieran aún entre nosotros. A veces pienso que la tecnología ha inventado una nueva manera de prolongar el duelo, una donde la frontera entre la memoria y la persistencia se vuelve difusa. Pero también comprendo que, para muchos, esta continuidad es una forma de consuelo.

Me gusta pensar que el altar, ya sea de madera o de código, sigue siendo un territorio de encuentro. En la ofrenda física se coloca el pan, la sal, la flor, el agua: los elementos que alimentan al alma. En la digital se colocan imágenes, textos, canciones: ofrendas simbólicas que también nutren. Puede que el tacto se haya perdido, pero no el gesto. En ambas hay una misma aspiración: vencer la desaparición. Tal vez eso define a nuestra cultura más que cualquier otro rasgo: la obstinación por hacer visible lo invisible, por darle forma a la ausencia. Hay en esto una lección sobre la identidad mexicana. A lo largo de los siglos, hemos sabido domesticar la muerte. No la ocultamos, la adornamos; no la negamos, la invitamos a la mesa. Y ahora, en este tiempo dominado por la tecnología, seguimos haciéndolo, pero con nuevos lenguajes. El altar contemporáneo es una interfaz entre mundos: el de los vivos y el de los datos. Su estética combina lo ancestral y lo digital: una fotografía escaneada, una flor animada, una melodía reproducida desde la nube. Todo ello compone una nueva liturgia que no busca reemplazar la anterior, sino ampliarla.

Tal vez el altar siempre haya sido eso: una forma de sostener la conversación entre los que se fueron y los que seguimos aquí. En un mundo que todo lo acelera, los rituales —aunque se digitalicen— nos obligan a recordar que seguimos vivos porque alguien nos recuerda. Quizá eso sea lo que celebramos cada Día de Muertos. Y mientras haya alguien que encienda una vela, o un dispositivo, los muertos seguirán regresando, puntuales, a la cita que nunca falla.



Publicado en El Universal, 30 de octubre 2025.