“En las cosas grandes y dudosas la mayor dificultad está en los principios.”
Miguel de Cervantes
El año 2020 deja una huella indeleble. Los seres humanos hemos sabido adaptarnos rápidamente a un sinfín de situaciones graves que nos ponen siempre a prueba; otras veces es la naturaleza la encargada de activar esa respuesta.
La crisis sanitaria por COVID-19 no fue la excepción, sin olvidar los efectos dolorosos que se siguen contando en todo el mundo. De alguna manera, con la prisa y el miedo supimos establecer una relación cordial con elementos nuevos: el nombre de una enfermedad causada por un virus extraño, la cuarentena prolongada, las medidas sanitarias tardías o lejanas (y un no tan breve etcétera).
Acostumbrados a pensar según nuestro calendario, le atribuimos cierto tipo de poder cíclico, de ritual. Uno que pudiera enmendar lo vivido en estos meses que ya son historia, aunque sepamos que seguirán ahí en las estadísticas y en nuestros recuerdos. Sabemos que muchos procesos no se ajustan a ningún calendario.
Nos hemos adaptado a este asunto tan grande como lleno de dudas. Sumisos, embriagamos las manos con alcohol, nos sometemos a que se sepa, incluso, cuál es el calor o la frialdad del propio cuerpo. ¿Cuál será la temperatura del pensamiento?
Zygmunt Bauman acuñó el término “modernidad líquida”; ahora puede resultar algo preciso e ineludible. Hemos entrado a una era en la que las cosas dejan de ser sólidas, parecen disolverse: las relaciones personales, los valores, el acceso a los servicios básicos.
La noticia del desarrollo rápido de la vacuna hizo brotar una forma de esperanza y optimismo. Las buenas noticias al respecto empezaron a correr, así como los acuerdos de varios gobiernos para adquirir dosis del flamante bálsamo.
Sin embargo, la pandemia, además de una angustia a gran escala, trajo consigo un cúmulo de desinformación, noticias falsas y contradictorias. Ello es visible en la reticencia a recomendar el uso del cubrebocas y hasta en la aparente desesperación por ser inmunizados con la nueva medicina: ¿De verdad será la solución definitiva? ¿Cuáles serán los efectos secundarios? Es una prisa que no quiere entender la condición en que nos encontramos.
Dos sectores grandes que dejan ver dos graves problemas por venir. Por un lado, casi a las sombras, andan quienes rechazan la bondad de esta o cualquier otra vacuna. Se sabe que la vacunación infantil es obligatoria en México, aunque se mire siempre a otros sitios donde no tiene ese carácter. La libertad y la enfermedad tienen sus bemoles.
Por otro, quienes dicen no querer esperar a ser inoculados según el plan anunciado y buscan comprarla al precio que sea (a través de influencias o en algún supermercado transnacional). La voluntad es firme en otras latitudes: la vacuna es prioridad para quien la necesita, no para quien pueda pagarla.
Un texto reciente del New York Times (“For COVID-19 vaccines, some are too rich- and too poor”, 28 diciembre) va sobre este asunto: una fábrica sudafricana producirá miles de dosis de la vacuna sin que una sola esté destinada a ese país en el mediano plazo. La pandemia provoca que la desigualdad siga creciendo.
Es necesario hacer una pausa y reflexionar en torno a lo que este 2020 nos ha dejado a los mexicanos: reconocer que hay lecciones aprendidas y otras por aprender; que no hay que bajar los brazos.
Al menos sabremos, como dice Cervantes, que “la mayor dificultad” ya empieza a quedar atrás.
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