“Los valientes mueren en su sitio”
Maximiliano de Habsburgo
Steve Bannon, ideólogo, estratega y mente siniestra detrás de eventos
como el triunfo electoral de Donald Trump o la precipitada salida de
Inglaterra de la Unión Europea, resume su modus operandi en una simple pero contundente frase: “para cambiar una sociedad, primero hay que romperla”.
Tal
vez a ese tipo de hombres se refería Hemingway, cuando escribió que las
guerras las pelean hombres comunes, mientras que los que las provocan y
se benefician de ellas, permanecen ocultos y a una sana distancia,
viendo como son otros los que mueren por sus ideas.
“Yo creo que toda la gente que se beneficia de una guerra y ayuda a
provocarla, debería ser fusilada el primer día que esta empiece”... El
mismo escritor americano se ofrecía entonces como encargado voluntario
de llevar a cabo la ejecución.
Esta imagen, trae a la memoria una
de las escenas más importantes en la historia de nuestra independencia.
Cerro de las Campanas, Querétaro (1867). Maximiliano, Miramón y Mejía,
los tres grandes traidores de la Patria, esperan a ser ajusticiados.
Lo
que muchos libros omiten, es narrar el momento en el que estos tres
hombres son llevados de sus celdas al lugar de fusilamiento. En una
procesión que recuerda al calvario, una mujer indígena con un niño en
brazos, intenta desesperadamente acercarse a su marido para despedirse
de él. Los soldados que guardan a los condenados, la empujan y la tiran
al suelo. Su esposo, el general otomí, José Tomás de la Luz Mejía
Camacho, ni siquiera se inmuta y marcha impasible y decidido junto a sus
compañeros de sentencia. Mejía, pobre en vida y estoico hasta su
muerte, ferviente católico, no dejaría otra herencia más que su cadáver.
Los hombres son formados. Maximiliano cede el centro,
el lugar de honor, a Miramón, para morir a la izquierda, el lugar que
ocupó el ladrón en aquél otro cerro y reparte unas monedas para que no
les disparen en el rostro.
El pelotón está listo. -¡Preparen, apunten! -Mejía, en absoluto silencio, muere a la derecha.
Agustina
Castro, viuda del máximo traidor, madre de un recién nacido, no tiene
dinero para enterrar a su marido. Aprovechando que el cuerpo fue
embalsamado por los republicanos, la humilde ama de casa decide acomodar
a su marido, vestido con sus mejores galas, en la sala de su hogar.
Poco a poco, el general de mil batallas, comienza a convertirse en un
lúgubre elemento decorativo, confundiéndose con las lámparas y las
pobres vitrinas que le sirven de compañía.
Así permanece tres
meses hasta que la historia llega a oídos del presidente Juárez, quien,
sorprendido por el destino de su valiente enemigo, ordena pagar del
erario público un lugar de descanso para el bandolero, indio de lanza,
en el prestigiado panteón de San Fernando, el mismo lugar en el que los
propios restos del Benemérito de las Américas serían depositados unos
años más tarde.
En 1870, restaurada la república, Benito Juárez,
tal vez aún conmovido por las consecuencias de la guerra de las que fue
testigo, expide un decreto de amnistía y suplica al pueblo que ya no se
acusen entre liberales y conservadores.
Hoy en día, no sabemos qué
extraño enemigo pueda estarse beneficiando de un México dividido, pero
siempre que nuestra sociedad se ha polarizado de alguna manera radical,
el resultado ha sido la sangre.
Es momento de buscar la unidad nacional, el precio de no hacerlo, ya nos lo ha enseñado nuestra propia historia.
Publicado en: https://www.elsoldemexico.com.mx/analisis/hacia-la-unidad-nacional-3986082.html
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